06 junio 2011

La Carqueja y otros destinos.

Entiendo que la vida es cosa delicada, que cuesta un toque hacerse con la idea de vivir…bien. No digo que me sale porque seria meterme en un kilombo del que no podría escaparme pero a veces soy feliz. No es poco, para mi es mucho, redoblo: creo que la felicidad viene de a ratos, relámpagos, brisas, instantes, hay momentos.

Por no sé que corno me viene a la cabeza un lugar tranquilo y recuerdo el cuento de Fontanarrosa: Bahía Desesperación. Lo busco en la web porque necesito encontrar el nombre épico de pueblo que imaginariamente llama “la capital mundial del silencio”. Está. En internet está todo…La Carqueja. Maldito Fontanarrosa! el cuento “Bahía Desesperacion” fue trascripto completo y no puedo resistir leerlo nuevamente.

Comienza la felicidad.

Bahía Desesperación, por Roberto Fontanarrosa

La que me dijo que el viento le había volado el perro al mar fue la señora de lentes, la de sombrerito tipo Piluso.

-El viento lo levantó y lo tiró al mar -dijo, sin mayores signos de aflicción. Era inexpresiva. Tenía unos ojos chiquitos celestes, medio húmedos. Pero no era porque estuviera llorando, supongo: era por el viento. Y se ponía los dedos de la mano derecha sobre los labios y entonces sí parecía consternada.

-¿Era un perro grande? -yo no lo podía creer.

-No. Así -dijo-, blanco... ¡De bueno!... Luli le decíamos... Lo remontó como un barrilete.

El nene, prendido a sus polleras tal vez para protegerse de la arena, apoyaba la cabeza sobre sus muslos y se balanceaba. Señaló un par de veces, vagamente, hacia el mar.

-¿Y no lo encontraron más?

Ella negó con la cabeza.

-No sé cómo vamos a hacer -dijo en voz baja- para contarle a la más grande.

-Bueno... -dije yo, como para despedirme.

-Le decimos que lo pisó un auto -levantó la cabeza el chico hacia su madre.

La señora desestimó la propuesta con un gesto.

-Está en Buenos Aires... -siguió- la más grande. No sé...

Empezaron a irse.

Le decimos que lo pisó un auto -insistió el chico.

Dame la mano, vos -ordenó la madre-. A ver si te lleva el viento también.

Se alejaron por la playa.

-Le decimos que lo pisó un auto -escuché que el chico decía, ya a lo lejos.

-Qué joda... -atiné a decir. Mi hijo Juan, las manos en los bolsillos de la campera puesta sobre la malla, se me acercó. Se había mantenido lejos, mirando unas aguavivas.

-¿Qué pasó?

-El viento les remontó el perro y se lo tiró al mar.

-Joya -dijo mi hijo. Se oía el rugido del mar y el aleteo furioso de una bandera que se mantenía perfectamente extendida por el viento, como si fuera de lata.

-Y hoy no es nada -agregó Juan.

-¿Cómo que hoy no es nada?

-No. Me dijo el viejo del parador que hoy no es nada. Que otros días hay mucho más. Ese viejo que parece extranjero.

-Es extranjero.

Caminamos unos cien metros, encorvados.

-¿Llueve? -pregunté. Me había caído en la pelada una gota grande como un limón.

A Vane se le ocurrió lo de Bahía Desesperación.

-Yo no me voy a meter en esas playas llenas de gente -me había anunciado ya en octubre-. Que todos te pisotean, con miles de pendejos que van en 4x4 a caretear. La hoguera de las vanidades...

-Tom Wolfe -apunté. Me gustaba recordarle que yo también leía-. La hoguera de las vanidades.

-Que hay que andar produciéndose para salir a comer... Dejame de joder...

Y la Negra hablaba en serio. Siempre hablaba en serio. Era dura. Buena pero dura. Sin una pizca de sentido del humor.

-Como quieras -le dije-, total sabés que yo no me meto al mar.

-Porque sos un cagón.

-Sí. No me gusta el agua fría. Yo voy a leer. Me da lo mismo que llueva o no llueva. O que haya un viento de cagarse.

Nos habían dicho que era una playa ventosa.

-Por lo menos es un contacto directo con la naturaleza -dijo Vane-. No como esos lugares repletos de turistas, que llenan todo de plástico, de basura, contaminan todo...

El año anterior se había empecinado en que fuéramos a La Carqueja, un caserío cordobés declarado Capital Mundial del Silencio por la ONU.

Esa es buena. Yo debería anotar esas cosas. Algún día voy a escribir un libro. Algo serio, pero con humor. Tía Lilia siempre me decía que yo debía escribir.

-Al que no sé cómo le caerá ir a un lugar así, sin Internet, sin juegos en red, sin cines, es a Juan -puse a consideración democrática-. ¿Vos qué decís?

Juan se encogió de hombros. Era su gesto favorito. No era un movimiento congénito sino adquirido, pero lo repetía cada vez que se le preguntaba algo. Tenía entonces catorce años y parecía darle todo lo mismo.

El segundo día tuvimos una lucha a muerte con una sombrilla. Al punto que Vane misma llegó a reírse. Para colmo en la playa no había a quien pedirle ayuda porque los seres humanos más próximos estaban por lo menos a mil metros, contra el viento, y se los veía como una tribu de beduinos entre las ráfagas oscuras de arena que se levantaban del suelo.

-Al menos ellos hicieron su carpa -dijo Juan, envidioso, interrumpiendo su escasa colaboración en el desplegado de la sombrilla.

Fue cuando la sombrilla se nos escapó de las manos, arrancada por la fuerza del ciclón. Rebotó cuatro o cinco veces antes de, en dos segundos, alejarse casi media cuadra.

-¡Córrela, pelotudo! -gritó la Negra. Yo traté de quitarme la arena de las manos ardidas.

-Córrela vos... -me atreví a decir-. Mirá si me voy a poner a correrla...

Terminamos llevando las reposeras y los bolsos hasta la plataforma de cemento del parador del viejo. Nos sentamos allí, como refugiados kurdos, algo ateridos, cuidando de que no se volaran las ojotas, más reparados del viento.

-Veinte pesos nos costó esa sombrilla.

-Para qué la querés, Vane, si no hay sol.

No había sol. El cielo era de una película blanco y negro, una continuación del mar, un telón plomizo intenso.

-Pero ya va a salir -se ilusionó Vane.

Entre las ráfagas se oía el repicar metálico de la arandela de un cable, pegando constantemente contra el mástil sin bandera que se elevaba sobre el parador.

-Este mismo sonido debía escuchar el Capitán Acab en la cubierta del Pecquod -dije.

-¿Quién? -frunció la cara exageradamente Juan, como siempre lo hacía cuando algo le resultaba extraño.

-No pongas esa cara -le dije-. Parecés un idiota.

-Me querés hacer quedar a mí como un idiota, como si yo hubiera dicho una burrada, y el que parece un idiota sos vos.

-¿Llueve? -Vane miró hacia arriba, alarmada.

-No. Deben ser gotas que llegan del mar.

-Pero... estamos como a dos cuadras del mar... -ella se quedó mirando el oleaje furioso-. Esto es lo que me gusta de estas playas. Lo anchas que son. Lo salvajes. Lo auténtico. Son... ásperas...

-¿Te vas a meter?

-Por ahí más tarde.

Noté que no estaba tan segura de hacerlo.

El viejo del parador, cuando quería decir Hitler, decía Hitla. Yo le saqué un poco el tema porque estaba convencido de que era un sobreviviente del Graf Spee.

-Un barco que hundieron los ingleses -le expliqué a Juan cuando él puso esa forzada e intencional cara de idiota de la que ya hablamos.

-¿Aquél? -señaló hacia los restos de un barco semihundido a unos mil metros de donde estábamos.

-No. Frente a las costas de Punta del Este -le aclaré.

El viejo debía tener como 80 años y era de un color amarillo rosáceo desparejo, con manchas en la cara llena de arrugas.

Tenía un gesto de abrir los labios con el filo de los dientes de arriba apoyado sobre el de los de abajo, como quien se los enseña a un dentista. Nos contó que al parador anterior lo había destruido un tsunami, una de esas olas gigantes. "Un maremoto", le aclaré a Juan, que había puesto la cara.

-¿Hay muchos maremotos acá? -le pregunté al viejo.

Negó con la cabeza.

-Habrá dos por año -tenía todavía un fuerte acento alemán, pero él decía que era austríaco.

-A este parador -señaló a su alrededor- lo hice yo de nuevo, más hundido detrás del médano, más protegido, todo de cemento, estilo Speer. Conocí a Albert, gran arquitecto.

Y el parador, o lo poco que se veía de él, asomado sobre las dunas, parecía realmente una obra del arquitecto de Hitler, o Hitla como pronunciaba el viejo, esos búnkers que yo había visto en las películas sobre la invasión a Normandía.

Uno de esos días, no sé si el miércoles o jueves, volvimos a lo del viejo.

Digo que no sé si era miércoles o jueves porque todos los días eran iguales, grises y ventosos. Recordábamos el lunes, por ejemplo, porque nos agarró en la playa una lluvia helada y tuvimos que volver al hotel. O el jueves, creo que fue el jueves, porque Juan se cortó un dedo del pie con el filo de una conchilla. Había toda una zona de la playa cubierta de conchillas y era como caminar sobre vidrio molido, como los fakires. El viejo alemán, "Mengüele" le había puesto yo, le dio yodo a la Negra para que desinfectara el dedo de Juan.

-Antes, cuando venía más gente -contó el viejo-, había cantidad de estos accidentes. Y a veces el pie sangra mucho.

-Y el problema es que la sangre atrae los tiburones -bromeé yo. El viejo volvió a mostrar los dientes. Tardó un poco en responder.

-No son tiburones. Son oreas.

Lo miré.

-Esas aletas que se ven son oreas -insistió. Nosotros no habíamos visto ninguna.

-¿Atacan al hombre?

-Sólo si usted se mete al mar.

-¿Si usted está en la playa no lo atacan? -seguí la broma. El viejo negó. -¿Y en el hotel? -volvió a negar, serio. Ni se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera hablar en joda.

-Con el tiempo -siguió- estos restos de caracoles se van pulverizando y se convierten en arena fina. En unos 500 años esa zona donde se cortó su hijo será arena fina.

-No sé si podremos volver para esa época -dije. El viejo no se inmutó. Ante él se podía decir cualquier barbaridad, que se la tomaba en serio. Era como hacer piruetas en bolas frente a un ciego.

-¿Hoy te vas a meter al agua? -le pregunté por enésima vez a la Negra desde la protección de la sombrilla. Habíamos conseguido otra y sólo la abríamos cuando ya el caño puntiagudo estaba clavado bien profundo en la arena, dejando la protección de lona de la sombrilla, que azotaba estrepitosa, a no más de un metro del suelo para que el viento no se embolsara tanto. Yo me metía después trabajosamente, encorvado, bajo esa suerte de iglú, tratando de sentarme, como un contorsionista, en la reposera muy bajita. Y ahí quedaba yo, con la malla, sin quitarme ni las zapatillas, cubierto por la campera de jean y un gorro de lana en la cabeza.

Todo el tiempo hasta que nos volvíamos al hotel. Leyendo. Del otro lado del asta de la sombrilla, a sólo cinco centímetros, casi codo a codo, se sentaba la Negra, leyendo el libro sobre Scalabrini Ortiz, tomando mate. Habíamos desistido de llevar sándwiches a la playa porque el viento nos volaba las fetas de queso. Pero la Negra tampoco quería comer en el hotel. Había desarrollado una particular fobia por la gente.

-Pero si casi no hay gente en el hotel -le remarqué: ya me había convertido en un crítico desde las sombras, en un objetor de conciencia, casi feliz de corroborar que esa playa era una mierda y que ni la Negra podía disfrutarla.

-Cómo que no. Están los de Catamarca.

Había, sí, un patético matrimonio de Catamarca que había venido a conocer el mar. Estaban un tanto azorados, porque no sabían si todos los mares eran así, tan rústicos, tan destemplados, y tenían esa sensación de quien conoce por fin a un tío sabio sobre el cual le habían hablado mucho, con admiración, y se encuentra con un tipo bastante bestia que se tira pedos.

-Si ni hablan los de Catamarca, pobres santos.

-Lo mismo -frunció la boca la Negra.

Hacía media hora que pretendía encender un cigarrillo y no había forma de lograr que el encendedor no se le apagara por el viento.

-¿Hoy no te vas a meter? -herí, nuevamente.

-Hoy no hay bañero y el mar está bravo. Soy loca pero no boluda.

Uno de los pocos tipos que cruzamos un día en la playa, un lugareño que buscaba almejas con una palita infantil, nos había dicho que el último bañero se había ahogado hacía más de ocho años.

-Se ahogó o algo así -había dicho el tipo- porque no apare- ció más. Ni siquiera era bañero. Se lo ordenaron como un trabajo comunitario para cumplir una pena. Creo que por violación.

Decían que buceando se había enganchado en los restos de un barco hundido y no salió más.

-Joya -dijo Juan.

El penúltimo día, cuando llegamos a la playa, la Negra dijo que se iba a meter al agua.

-¿Vos venís, Juan? -le preguntó a Juan.

-Ni en pedo. Está helada.

-¿Cómo sabés?

-La toqué con el pie.

-Enseguida te acostumbrás.

-Ni en pedo -repitió Juan.

-¿Vos no te vas a meter, no? -me preguntó entonces a mí la Negra.

-Sabés que no. Me gusta el agua cálida.

-Que parezca un caldo.

-Si está caliente, mejor.

-Porque sos un maricón.

-Totalmente.

-Y lo convertís en un maricón a tu hijo, que te toma de ejemplo.

-Que él haga lo que quiera. Ya es grande.

-El agua fría es tonificante -dijo la Negra-, te activa la circulación, te activa la sangre. Es como un shock de vida.

-Metete vos si te gusta.

Se quedó callada. Nos golpeó una racha de lluvia que duró apenas unos minutos pero creo que la desalentó.

El último día, paradójicamente, me alegré un poco.

En el desayuno vi restos de tostadas y dulces en una mesa vecina del barcito del hotel.

Parecían haber desayunado tres o cuatro personas.

-Acá hay vestigios de vida inteligente, Juan -le comenté a

mi hijo-. En una de ésas al volver encontramos a otros seres humanos, o al menos seres vivientes, especies similares a nosotros.

-Oímos voces -se anotó Juan, extrañamente animoso, alentado, quizás, por el cercano regreso a la civilización, a Rosario.

-Seguro que hubieras preferido ir a Mar del Plata, vos -di- jo la Negra, terminando su yogur descremado-. A no poder andar por la calle porque te aplastan a pisotones. A hacer cola para comer. Eso te gusta.

No contesté. La mano venía pesada.

-Lleno de discotecas, vendedores ambulantes, promotoras -siguió la Negra- y jueguitos electrónicos que pelotudizan a los chicos como tu hijo.

-Joya -murmuró Juan.

-Vamos -cortó la Negra, cuando yo todavía no había terminado mi medialuna-, aprovechemos la playa que es el último día.

Ese día la Negra, tras fumarse casi un atado de puchos, me preguntó si quería acompañarla a caminar por la playa.

-Hace bien caminar -dijo.

-Andá vos. Hay mucho viento. El otro día que te acompañé, al volver teníamos viento en contra y caminamos como media hora en el mismo lugar.

Miré a Juan para ver si le había gustado el chiste pero estaba autista, sentado en la reposerita de la Negra, con el walk- man y simulando con las manos que tocaba una batería.

Le señalé a la Negra una gaviota que flotaba en el aire como un helicóptero, siempre en el mismo lugar, tratando de volar contra el viento.

-Por ahí, cuando entre en calor -dijo la Negra, ajustándose el gorro-, me meto.

-Que yo te vea -advertí.

-¿Por qué? Vení conmigo entonces.

-Por seguridad te digo. No estoy controlando.

-¿Pensás que no me voy a animar?

-No. Si yo sé que te gusta el agua helada, pero mirá cómo está el mar.

Las olas rompían sobre la playa casi amontonadas, salvajes, encimadas unas sobre otras, promiscuas, con estallidos que parecían salvas de artillería.

Media hora después la Negra volvió de su caminata, tiró las ojotas y el gorro bajo la sombrilla y se fue hacia el mar. La vimos cómo se metía y otro par de veces saltando primero y después flotando. Después no la vimos más.

Esperamos, recuerdo, una hora, dos horas, tres.

Después, con Juan, hicimos la denuncia en la Prefectura.

Fue duro el regreso a Rosario, solos y en silencio.

Y el año pasado nos fuimos con Juan a Florianópolis. Debo confesar que tampoco allí me bañé en el mar. Pero un día me metí en el agua hasta las rodillas y estaba cálida. Juan sí, se metió bastante con unos chicos de Mendoza que encontró y unas pibas brasileñas de lo más quilomberas. Yo, más que nada, me la pasé en el parador de Dirceu, tomando caipirinha y comiendo camarao palito. No voy a decir que la pasé de puta madre pero la pasé bien. Por ejemplo me leí entero El código Da Vinci, que no había leído. Y me aburrió un poco, más que nada la parte final. Pero es interesante.

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a alguien que le guste el viento.
a alguien que pueda estar solo cada tanto.
a alguien que tolere meter los pies en un mar helado.
a alguien que soporte un sarcasmo...o dos.
a Juan tambien.