11 junio 2016

Dios es así.


Estás buscándote la vida lejos de los tuyos, construyendo un futuro en algún lado cerca de un mundo mejor. Quebec, San Francisco, Miami o Chicago mismo.
Te refugias en tu familia y algunos pocos amigos. Las respuestas que buscabas y que tu país no supo darte las fuiste encontrando en el norte, pero te falta algo. Dios está lejos.
Las circunstancias dictan que el fútbol se juegue en Chicago y encontrás un pretexto para volver a ser Argentino, de juntarte con otros como vos. No te importa nada, necesitas gritar algo y ponerte una camiseta. Vas, pagás y buscás eso que te falta.

Entonces se reproduce el folklore del partido mediocre y el fútbol mezquino. La sombra del partido anterior se hace gris y desaparece. La selección volvió a no ser nada. Y sucede.
 Vos estuviste ahí y lo viste. Entra a la cancha un tipo con cara de nada, se tiran los dados y la pelota le cae adelante. Mete un gol. Festeja mal, no importa. Lo miro y digo...bueno, es Messi. Y para mi sorpresa es Messi tres veces más. Agrega dos goles hermosos y una asistencia sublime.
Se pudre todo. La gente enloquece, grita, se abraza, no puede creer lo que acaba de ver a través de su celular (si, filmaron todo pero no vieron nada), no entienden nada. Todo es Argentina, ese cubano chungo con la remera del 86 también es Argentino y lo abrazan, besan a la señora japonesa con la visera y felicitan a los chilenos por ayudarnos durante la guerra de Malvinas. Todo luce mejor así. Todo es mejor durante esos 30 minutos de sol lejos de casa. Sufrimos la distancia, el desarraigo, el béisbol y a Trump, pero por un instante vimos a Dios y volvimos a creer en él.

Un Dios sin personalidad.